Dice Juan Luis Guerra que todas sus “melodías y semicorcheas provienen de Dios”. Está bien saberlo: Dios baila. En un mundo desquiciado por las religiones que nos llevan a guerras y, en el caso que más nos toca en Europa, construido por un Dios del Antiguo Testamento siempre punitivo, necesitamos soltar las riendas. Para los que no creemos en ningún ser divino, es todavía mejor: basta ya de violencia justificada en nombre de algo desconocido. Que suene la música y que dejen de tronar los sermones, los salmos y, más aún, las bombas.
Anoche, Juan Luis Guerra, un creyente practicante de tomo y lomo, saltó puntual al escenario de un WiZink lleno y España acababa de meter el segundo gol a Francia en las semifinales de la Eurocopa y aquello anticipó un jolgorio de los grandes. Todo el pabellón estaba ya arriba. Rosalía, esa canción que puso en el mapa del baile un nombre tan molón antes de la estrella global de Malamente, abrió un concierto con ímpetu latino, fuera de corsés y moldes básicos. La fiesta de la bachata, el merengue y la salsa estaba garantizada. Guerra es un maestro de abrir las puertas de los géneros más bailables del caribe dominicano al resto del mundo. Su predicamento es un propósito pop: o la mayoría lo comparte o no merece la pena.
Más que la mayoría, todos en el WiZink se entregaron al festín sonoro que ofrecía Guerra y su fiel banda 4.40, que, en sus propias palabras ayer, es “una maravillosa orquesta”, una locura de percusiones y vientos, toda esa efusividad que le falta a la vida de oficinas, cuadrantes y calendarios. Los protagonistas del escenario anoche hacían pensar en ello: si faltan tambores, trompetas o coros en muchos pasajes de la vida, quizá es que no estamos en el camino correcto. No es necesario que suenen siempre, pero, si nunca lo hacen, entonces, el declive es inevitable.
Juan Luis Guerra abrió una vía gloriosa y nueva en la música latina cuando publicó a finales de los ochenta el disco Ojalá que llueva café en el campo, del que anoche defendió con honores el tema que da título al álbum que le catapultó como la nueva esperanza de la música latina y también Visa para un sueño. Ambas son pura nostalgia al ritmo de una orquesta que recordaba que es mejor bailar dolido que hundirse.
Por las pantallas aparecían alucinaciones caribeñas: tambores, palmeras, tortugas, playas… y todo el gentío se fusionaba con una celebración de folclore latino difícil de encontrar incluso en estos tiempos de dominación del reguetón. Por el sendero que antes recorrieron Willie Colón, Rubén Blades o Héctor Lavoe, Guerra, a sus 67 años, es una continuación de reivindicación latina fuera de lo industrial, tal y como nos la venden en esta época. En 1990, publicó Bachata rosa, un disco que colocó más de 10 millones de copias por todo el mundo, y ofreció una obra maestra de llevar ese folclore del caribe al pop. Lo llevó desde corazón. Se percibía en cada canción lenta o festiva, colándose en las verbenas de todos los pueblos de España y Latinoamérica. Mientras el grunge, el brit-pop o el indie apelaban a la identidad contra la mayoría, esta música, en el fondo marginal, buscaba conectar con el nervio simple y humano que todos llevamos dentro, con los huesos y el espíritu sin restricciones, como lo conseguía fascinantemente en las barriadas pobres y rurales de Santo Domingo donde tenían menos que nada.
Bueno, no, tenían la bachata y empezaron a tener a Juan Luis Guerra, convertido en estrella mundial tras Bachata rosa, que ayer demostró su valor, sin aspavientos y con oficio, cuando se marcó un medley en el que sonaron intensas baladas como Estrellitas y duendes, La hormiguita, Mi bendición o Burbujas de amor. Tanto fue así que cantó los versos de “mojado en ti” de Burbujas de amor, sonó una trompeta líquida como una noche derretida en chocolate y poco más había que explicar a los presentes. El reguetón quizá debió tomar más nota ante este genio de los ritmos latinos para entender que el romanticismo a corazón abierto es siempre mejor que lo chabacano.
Ataviado con su particular gorra, un regalo de su sobrino Babeto, Guerra, siempre agradeciendo a Dios, siguió sacando su mejor repertorio como El Niágara en bicicleta, denuncia de la desigualdad y pobreza latina en clave de humor, o Como abeja al panal. El público bailaba, vitoreaba, se desgañitaba en una noche febril donde una selección española de fútbol ganaba a Francia en pleno concierto y liderada por dos jugadores negros y jóvenes que bien podrían ser uno de los integrantes de la banda 4.40, un espectáculo de ritmo y desparpajo que no se atiene a mentes obtusas.
La traca final fue el latigazo deseado, como ese calambrazo que te lanza a la pista en la última ronda o que anima a acompañar a la persona querida. En definitiva, como ese momento que te dejas llevar y menos mal porque la vida ya está llena de obstáculos, normas y cenizos. A pedir su mano, Bachata rosa y La bilirrubina fueron como atacar con el mundo a favor, sin importar el resultado.
Decía Juan Luis Guerra: “Todo lo que hago con mi música son destellos de bondad de Dios”. Así que, si Dios le da al merengue, la bachata o la salsa, le rezamos o pedimos, sin más. Si Dios, en cambio, nos recuerda sólo el pecado y expulsa a los otros, entonces, que aguarde en el último rincón de la galaxia. Anoche, con Juan Luis Guerra vociferando eso de “me sube la bilirrubina”, entre vientos, percusiones y coros angelicales y todo Cristo bailando, se produjo algo divino: la humanidad celebrando la vida, repudiando la muerte.
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