Después de diez años cavilando cómo poner en escena Guerra y paz, Piotr Fomenko optó por representar solo el comienzo de la novela. Aquella función suya de más cuatro horas obtuvo un éxito memorable en los Festivales de Otoño de París y de Madrid de 2002, donde volvió al año siguiente por aclamación. Los productores de La lucha por la vida han sido más ambiciosos que el director ruso, pues les ha parecido plausible resumir en dos horas y media esta trilogía de Baroja cuya lectura requiere un día completo, sin sueño. El caso es que a José Ramón Fernández, autor de la versión, y a Ramón Barea, su director, les ha quedado mejor el resumen de las dos últimas novelas del retablo, Mala hierba y Aurora Roja, que el de la primera de ellas, en la que los diez intérpretes del reparto no dan abasto con el inmenso coro humano que pulula por los suburbios del suroeste madrileño. Además, los actores nadan contra corriente para recrear la atmósfera del comedor de la pensión de doña Casiana sin una mala mesa, sillas ni mueble alguno en el que apoyarse.
Pío Baroja es un literato pintor atento a la composición del cuadro y al detalle de sus personajes. Unos los dibuja al carboncillo, otros los graba al aguafuerte, pero nunca los caricaturiza como sucede en la primera parte de esta función. La pelea épica de Leandro contra el Valencia, por ejemplo, está aquí apenas garabateada. La peripecia de La busca queda tan resumida que casi ningún actor tiene tiempo ni lugar para desarrollar los muchos caracteres en los que se ve obligado a desdoblarse. La mayoría de ellos son apenas un esbozo de los originales. Durante el desarrollo de la función, el naturalismo barojiano se convierte en farsa. Un montaje de esta ambición artística debiera contar con un reparto más extenso, como el de las Comedias bárbaras que dirigió José Carlos Plaza para el CDN en los años ochenta, que duraba nueve horas brevísimas. Dentro de este registro, Itziar Lazkano le imprime definición y verdad a doña Casiana y a Mingote. Tiene sandunga esta actriz.
Al cabo, en La busca no está expuesto con claridad el dilema que atenaza a Manuel, el muchacho huérfano que oscila entre dejarse arrastrar por la inercia hacia el sumidero sureño de Las Injurias (como les sucede a la mayoría de mozos de su entorno) o ponerse a buscar una aguja en el pajar de una explotación laboral cuyos perfiles Baroja delimita con precisión en los episodios de la tahona, desaparecidos en este montaje. El escritor conocía este negociado de primera mano porque su familia fundó y regentó Viena Capellanes, una cadena de panaderías que aún hoy sigue siendo de referencia en Madrid.
Al comenzar la representación de Mala hierba, se abre un vano amplio en el muro mondo que acota el espacio común de las tres novelas, de modo que la parte de atrás queda a la vista: esta solución habilita un terreno de juego en profundidad que echábamos en falta. A la postre, la escenografía de José Ibarrola resulta práctica y expresiva. Después del descanso, el montaje cobra viveza y algunas interpretaciones adquieren un relieve y una fuerza que antes apenas se atisbaba. En Aurora Roja todo corre más ágil, resulta más entretenido y tiene mayor sustancia, aunque se echa en falta el debate entre los anarquistas, los socialistas y Roberto, partidario de un Gobierno formado por aristócratas de las ideas.
‘La lucha por la vida’. Texto: Pío Baroja. Adaptación: José Ramón Fernández. Dirección: Ramón Barea. Teatro Español, Madrid. Hasta el 14 de abril.
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